lunes, 7 de octubre de 2013

Yuqui: Etnia en peligro. En busca de atención y territorio

Es complicado vivir aquí, especialmente si estás enfermo. No se puede salir rápido, se necesita dinero y por eso se mueren. Recién nomás, el 24 de septiembre, ha fallecido mi prima, tenía tuberculosis”, así describe Juana Guaguasu la vida en Bia Recuaté, población indígena yuqui que por décadas sufre de males propios de la pobreza.

En Bia Recuaté, ubicada en el municipio de Puerto Villarroel, a 200 kilómetros de la ciudad de Cochabamba, conviven 82 familias. Según datos del Censo de Población y Vivienda 2012, son 292 indígenas, hace 15 años eran 700, pero la cifra disminuye debido a la muerte por enfermedades. La principal es la tuberculosis que cada año mata en promedio a cinco personas.

Juana no sólo vio morir a su prima, también a sus abuelos por parte de madre, a sus hermanos y a sus primos. “Aquí hay hartos enfermos, nos dicen que es por el agua que consumimos, es del río”, cuenta.

Eli Linares, consultora de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), explica que los problemas sanitarios están vinculados a prácticas insalubres. El pueblo, nómada hasta 1967, fue contactado por misioneros estadounidenses que posibilitaron el asentamiento de un grupo yuqui. Lograron cambiar su modo de vida errante, pero no sus hábitos y costumbres. Varios de ellos, especialmente niños y ancianos, caminan descalzos, toman agua del río en el que pescan, se bañan y lavan ropa. Estas dos últimas prácticas no son habituales, porque no están acostumbrados. En la zona no existen baños y acumulan basura cerca de sus hogares. A esos problemas se suma la falta de alimentación adecuada.

“Ellos están en peligro de extinguirse por males que se denominan de la pobreza”, explica Linares. Las enfermedades comunes son tuberculosis, micosis pulmonar, enteroparasitosis, desnutrición, anemia, conjuntivitis, lumbalgias, hongos en la piel, infecciones respiratorias agudas (IRAS) y enfermedades diarreicas agudas (EDAS).

El número de personas no aumenta, disminuye cada año. Los ancianos aseguran que cuando los yuqui eran nómadas su población era de más de 2.000. Los enfrentamientos con colonizadores, madereros y otros sectores que intentaron quitarles territorio dejaron muertes, pero las enfermedades los diezman más que las pugnas por territorios. Juana recuerda que su prima siempre estaba enferma. “Dicen que por falta de alimentación. Sacarla requería dinero, necesitaba oxígeno, sus pulmones estaban mal, no hemos podido ayudarla”. La difunta dejó dos niños de cuatro y doce años, quienes ahora están al cuidado de su abuela.

También está en la memoria de Juana que hace años les prometieron un hospital y una ambulancia, que “nunca llegaron”. En la posta están designados un médico general y un asistente, pero una rápida visita deja al descubierto que en el ambiente destinado a la atención de pacientes no existe mobiliario, los baños son usados para recolectar basura y la construcción nueva parece abandonada. Sin embargo, los pobladores dicen que está en refacción.

La muerte de uno afecta a todos. En Bia Recuaté los indígenas son hermanos, primos, tíos, sobrinos, y llevan casi los mismos apellidos: Isategua y Guaguasu son los más comunes. Juana tuvo “la suerte” de casarse con un beniano. Cuenta que trabaja en Santa Cruz y que con él viven cuatro de sus seis hijos porque estudian allá —dos mujeres y dos varones, la mayor tiene 15 años—. Ella aún cuida de los dos menores: el último tiene un año y siete meses. Cada 20 días se reúne toda la familia.

Los casos de tuberculosis incrementaron: en 1998 eran siete los enfermos, en 2012 la cifra subió a 25 (17 adultos y ocho menores). Según Abel Iaira Guaguasu, asambleísta departamental por la región indígena, este año detectaron 16 personas con ese mal. “Como la enfermedad es contagiosa se ha tomado la decisión de aislar a quienes la sufren. Van a tener su cuchara, su cama, todo individual para evitar el contacto directo con el resto de la población”, anuncia el legislador, para quien la situación de los indígenas “empeoró” desde que se fueron los evangélicos estadounidenses de la Misión Nuevas Tribus. “Ellos atendían las necesidades de la gente, ahora están de mal en peor. Estamos muy preocupados, por eso hemos dado un plazo hasta el 10 de octubre para ver si las autoridades van a cumplir o no con los compromisos, caso contrario vamos a salir en manifestación a la ciudad”, advierte.

El compromiso mayor es el mejoramiento de un camino vecinal que conecte a Bia Recuaté con San Marcos. Son diez kilómetros que requieren el ensanchado, el colocado de tuberías para el desagüe y el “lomeado”, es decir, subir el alto de la plataforma para evitar inundaciones en la época de lluvias.

La ruta bordea el río Chimoré. Ingresar a Bia Recuaté por esa vía toma casi tres horas, la hierba cubre parte del vehículo y el recorrido es interrumpido al menos tres veces por troncos que lo atraviesan hasta que un indígena llega con una motosierra y abre el único ingreso por tierra. “El río es nuestra carretera”, aseguran los yuqui, pero si no hay agua es difícil navegar. El viaje en lancha dura al menos dos horas desde Puerto Chimoré.

Iaira manifiesta que la carretera es fundamental porque recorrer el río es complicado porque no todos tienen barco, motor o combustible. En cambio, por el camino cualquiera puede salir andando, aunque toma no menos de cuatro horas, sin contar el riesgo de ser mordido por una víbora o atacado por un tigre.

Los indígenas salen de la comunidad para vender lo que producen en la región y algunas artesanías; aprovechan para comprar jabón, aceite o fideo. “Lo que no se puede sembrar”, detalla Juana.

Son 115.000 hectáreas de territorio donde la riqueza espera ser aprovechada, existen árboles madereros y frutales. Según el asambleísta Iaira hay proyectos productivos agrícolas, tanto para vender como para consumo propio. “Voy a encabezar esto para que la gente pueda sembrar, pero el camino es fundamental para que el pueblito pueda desarrollarse, si no, no se va a poder sembrar ni vender”, reflexiona

Los yuqui viven de la caza, la pesca y la recolección de frutos que a veces son comercializados en los poblados cercanos, igual que las artesanías que ofrecen a cuantos visitantes llegan a la zona. Se disputan las aguas de los ríos Chimoré y Chapare con pescadores que acuden al lugar.

“Nosotros pescamos para comer, ellos para vender. Aquí hay de todo, desde piraña, surubí, blanquillo, pacú... También cazamos, hay chanchos de monte, jochi, tatú, mono, que es más rico que el cordero”, recuerda el legislador.

Faltan oportunidades

Cambiar el modo de vida de su pueblo es la inquietud de Iaira, que trabaja en la búsqueda de recursos que permitan la ejecución de proyectos. Se necesita salud, pero también educación. “Es importante que los maestros se capaciten y que hablen nuestro idioma. Cuando yo estudiaba, mis profesores me hablaban en mi idioma. Es importante eso aunque es tiempo y dinero, pero necesitamos fortalecer la educación”, dice al mirar las aulas donde se formó.

Es un día especial. La comunidad está reunida en la escuela convocada por el Cacique Mayor. Reciben la visita de los asambleístas. Alrededor del lugar se encuentran los hogares, los más cercanos, precarios, hechos de troncos con techos de hojas. La mayoría que sólo cuenta con techos de paja se encuentra más lejos. Al ver el vehículo del asambleísta Iaira, niños y jóvenes corren a su encuentro

El representante recuerda que de todos los pobladores, cuatro lograron el bachillerato, entre ellos, él. “Si no tenemos (dinero) no se puede estudiar, aquí se vive día a día, no se necesita plata. En Chimoré e Ivirgarzama, donde algunos llegan para culminar la secundaria, se necesita para comprar todo, la gente no está acostumbrada”, insiste.

Iaira recibió ayuda de otras personas para alcanzar un grado de estudios superior, y llegó a la universidad. “Me ayudó la que ahora es mi esposa, por eso yo ayudo a la gente de aquí y me aprecian. Eso me fortalece para pensar más en ellos, apoyarlos hasta en problemas familiares. El respeto me lo he ganado y es importante en mi pueblo”, afirma orgulloso.

Las oportunidades para estudiar no cambiaron mucho en la comunidad. Juana llegó hasta quinto de primaria y, como no existían más cursos, no pudo continuar. Aunque ahora hay hasta segundo de secundaria, aún es insuficiente. Ella llevó a sus hijos a Santa Cruz para que tengan la oportunidad de ser profesionales y regresar para ayudar a los demás, igual que Iaira.

De las cinco aulas hechas con madera con las que contaba el poblado, sólo dos se usan y los otros ambientes sirven de dormitorios para maestros e indígenas que perdieron sus casas en una inundación.

Hace cuatro años fueron beneficiados con la construcción de dos aulas más, hechas de ladrillo y cemento, con el programa Evo Cumple. Esos ambientes son usados no sólo para dar clases: los cinco maestros destinados al lugar tienen ahí dormitorio y cocina, también el almacén. Todo separado por cortinas.

Cuatro mesitas juntas y sillas alrededor sirven a los más de 50 estudiantes de quinto y sexto de primaria. Ariel Fernández, profesor de matemáticas, imparte todas las materias. Asegura que podría enseñar más y mejor con ayuda textos de apoyo. Cada alumno sólo tiene un cuaderno.

Energía eléctrica es el principal pedido del maestro, porque pese a contar con una computadora no puede usarla, requiere además una impresora. Esos equipos podrían proporcionar los textos necesarios. La energía eléctrica podría provenir de paneles solares. El maestro clama ayuda. Si no es posible contar con energía, al menos pide los libros Semilla para los niños y cuadernos para caligrafía.

Pese a la adversidad, los niños desarrollan sus habilidades, pintan, dibujan y practican matemáticas. Cuando sacan alimentos del almacén suman y restan los kilos de granos y cereales.

Al lado, lentamente, amplían la edificación con otras dos aulas que servirán para secundaria; así podrán alcanzar el bachillerato sin salir de su comunidad.

Identidad

Gloria Luz Soto, profesora de segundo de secundaria, asegura que el grupo no es fácil de manejar. “Son rebeldes”, dice, y mira con preocupación el rechazo de los estudiantes a su cultura. “Ellos tienen miedo de decir que son yuqui”. Esta reacción tiene que ver con el rechazo a los indígenas en poblaciones urbanas como Chimoré, donde años atrás expulsaron a un grupo. Cuenta que para los colonos son gente floja, que no se asea, que convive con la basura que genera y que todo lo que gana vendiendo artesanías y productos se lo gasta en alcohol.

Nadie aborda el tema directamente. “Nos discriminan, tal vez por la conducta de algunos, pero no todos somos iguales”, dice el cacique mayor, José Isategua.

Entre los yuqui hay más niños y jóvenes. Sin embargo, estos últimos cambiaron su aspecto en relación a los adultos y ancianos que conviven en la comunidad: visten y se peinan a la moda, usan audífonos para escuchar música, hasta algunos se tatuaron. Según la maestra, pese a que los jóvenes no asumen el trabajo artesanal, hay intentos de rescate cultural. Los hombres construyen botes, arcos y flechas; las mujeres tejen artesanías en macramé con fibra de ambaibó, el árbol conocido como cecropia.

El cacique cuenta que los colonos sacaron a los indígenas de los alojamientos y les pidieron no regresar. “Váyanse a su comunidad, qué quieren aquí, yuquis”, les dijeron, según la autoridad. El poblado era parte del territorio indígena. Allí viven varios yuqui que olvidaron sus raíces y niegan su condición indígena.

La población es reservada. Comunicarse con ellos es difícil: los menores no saben español, hablan yuqui, su idioma materno. Los mayores son desconfiados ante las preguntas. “No sé” es la respuesta más usual.

Según la maestra, hay que tener cuidado con lo que se les dice. Algunos ven las cosas de otra manera. “Los que salen a la ciudad son los que dicen que no quieren ser yuqui. Dicen: ‘Quiero salir de aquí’”, lamenta.

Los estudiantes cuentan con apoyo: la Gobernación otorgó becas para la alimentación, cuentan con comedor y una cocinera. Eso permite mejorar la nutrición de los menores que, a veces, son dejados en la escuela por sus padres, que salen de la comunidad en pareja a vender productos.

“Se benefician todos. Les dan desayuno, avena, leche, api y chocolate. El almuerzo es arroz, fideo, quinua y lenteja”, detalla la educadora.

Éste es el grupo visible. En la Tierra Comunitaria de Origen (TCO) Yuqui Ciri, existen los denominados “no contactados”, indígenas aislados por voluntad propia y que en pocas ocasiones han sido vistos. “Tenemos gente que camina por la región, en las 115.000 hectáreas del territorio Yuqui Ciri. Ellos tienen miedo de nosotros, van de extremo a extremo, van hasta el Tipnis y regresan. Son nómadas como nosotros, hace tiempo”, describe Iaira.

Sólo los ancianos los ven, se contactan con ellos en alguna ocasión. Recientemente los vieron. “Hay seis familias, cada una con cuatro o cinco hijos. Hay abuelos, niños. Se ven las huellas de los pies por los lugares donde caminan”, relata.

La comunidad no quiere contactarlos. Curiosamente, este grupo no tiene enfermedades, y el número de pobladores se mantiene, igual que sus costumbres y forma de vida. Iaira, como autoridad, pensó en la preservación de su gente, también de los “no contactados”. “No queremos contactarlos, queremos respetar la forma de vida, protegerlos preservando el lugar por donde ellos caminan. Yo creo que hay que fortalecer esto con normas. estamos planteando que mediante una ley se designe al área de protección de sus derechos”.

Son aborígenes, usan arcos y flechas como modo de defensa. Igual que los asentados, los no contactados temen el ingreso de colonos al territorio indígena. Ya perdieron varias hectáreas y no están dispuestos a perder más tierras.

Los foráneos son la primera amenaza, al igual que los madereros, que acostumbran ofrecer dinero a cambio de un pedazo de tierra para cortar árboles.

Los cocales de los colonos acechan el territorio yuqui. Los madereros explotan el territorio a veces con consentimiento y, otras, de manera ilegal. “El pueblo es aquejado por avasalladores que ofrecen dinero por tierras. La Misión, cuando llegó, quitó casi 130.000 hectáreas”, cuenta Iaira.

Los madereros que tienen acuerdos pagan por la explotación de los árboles y este dinero se reparte entre la familias en partes iguales. Recientemente, cada una recibió Bs 1.200. Los ancianos derramaron lágrimas de alegría al ver el dinero. “Es para comprar alimentos”, afirmó una de las más antiguas de la etnia.

El pueblo se extingue. Preservarlo supone la ejecución, en el tiempo más corto posible, de políticas gubernamentales. Dotar de un hospital con ítems para médicos especialistas y remedios e insumos; emprender un sistema de salud para que, con carácter de urgencia, se elabore un estudio epidemiológico; diversificar sus hábitos alimenticios y otorgar medicamentos gratuitos para lograr bienestar físico. Es parte del anteproyecto de Ley de Protección del Pueblo Indígena Yuqui, en peligro de extinción. Según Iaira no existen más nativos de esta etnia, por tanto es preciso resguardarlos.

Junto a sus compañeros de trabajo de la Comisión Madre Tierra y Medio Ambiente de la Asamblea Legislativa Departamental, ha redactado el documento que también propone el respeto a la decisión de mantenerse en aislamiento voluntario y de ser promotores de su desarrollo económico y de su cultura.

Lanzar campañas de educación para evitar las agresiones físicas, a su cultura y territorio, y la posibilidad de restitución de su espacio ancestral a través de la expropiación, es parte de la propuesta. También busca evitar la pérdida de su idioma, el bia ye yuqui. Para ello se creará un Instituto Lingüístico Cultural.

Fomentar la creación de emprendimientos productivos indígena comunitarios, adecuados y respetuosos con sus recursos naturales, facilitando la comercialización. Finalmente, acceso vial y red de medios de transporte. Se autoriza al Órgano Ejecutivo la ejecución de proyectos concurrentes para las obras y suscripción de convenios para el cumplimiento de la ley, una vez promulgada.

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