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miércoles, 20 de julio de 2011

Villamil de Rada sostuvo que el aymara es la lengua de Adán. Adelanto de un ensayo sobre tan extraordinario asunto

¿Quién era este Emeterio Villamil de Rada? Algo creo haber leído u oído, pero, pa’ su verdá, como dicen los cambas, no me acuerdo bien…

—No se sabe mucho sobre él, mejor dicho, yo no sé mucho– continué, mientras buscaba el azúcar. Creo que aún nadie le ha dedicado una biografía más o menos exhaustiva. Quizá en internet hay ahora más datos sobre su vida y obra, habría que ver, pero, lo que conozco es poco. Desde ya, los datos más difundidos y conocidos están en los prólogos al libro, sobre todo, en el de Nicolás Acosta quien, por su parte, fue periodista y bibliógrafo, y se habría animado a publicar La lengua de Adán para no sólo dar a conocer la obra sino, también, para motivar a todos los que tendrían otros manuscritos, para que, de una vez por todas, también los publiquen o hagan publicar. Todo indica, además, que Acosta trabajó con el manuscrito original, tal la primera nota del editor al libro: ahí, Acosta advierte que los puntos suspensivos del epígrafe corresponden, en realidad, a un fragmento ilegible porque fue devorado por las ratas. Hay que tener el manuscrito a mano para hacer esa precisión. En su prólogo, hasta hay un breve retrato de don Emeterio como hombre maduro. A ver. Aquí está. Dice Acosta:

“Mas alto que bajo de estatura; de cuerpo un poco encorvado; hombros salientes; cuello largo; cabeza bien formada; ojos grandes y pardos y siendo uno de ellos algo plateado por una lijera nube. Cejas espesas y un poco arqueadas. Frente protuberante, ancha y algo calva. Nariz gruesa, larga y abultada en su nacimiento; mejillas descarnadas; cara larga y barba espesa, que la afeitaba constantemente”.

Era de un conjunto respetable e imponente.

José me pidió el libro y se lo pasé. Después de echarle una mirada, observó: “Se lee ‘mas’ en vez de ‘más’ y, también, ‘lijera’ en vez de ‘ligera’” —dijo indicando esas palabras; luego, preguntó: ¿Era así en su época?

—Probablemente esté siguiendo las propuestas ortográficas de Andrés Bello o, también, puede ser una errata. Ésta no es la edición original, creo que es la segunda, de 1972. Como sea, le da un sabor propio, ¿no?, antiguo, se diría. El prólogo de Acosta es de 1888, más exactamente, del “16 de julio de 1888”, el día del aniversario de La Paz, algo apropiado, por otra parte, para Villamil de Rada, quien era paceño y nació “en Sorata el 3 de mayo de 1804”. Aunque no se sabe mucho sobre él, Villamil de Rada, repito, es una figura muy sugerente. Un trotamundos que no podía estar quieto y que era capaz de aprender en un tris tras todos los idiomas que encontraba a su paso. “Debemos hacer constar”, destaca Acosta antes de retratarle, “que conocía con perfección veintidós idiomas y unos diez o doce medianamente”. “Hiperpolíglotas” se denomina a este tipo de superdotados o eruditos que manejan sin mayores problemas hasta decenas de idiomas. Él los aprendió, claro, en sus inagotables viajes, sobre todo, cuando vivió en Europa desde 1826 hasta 1833, afincado en Londres, pero, por lo que se sabe, también cruzando a menudo el Canal de La Mancha y viajando por todo el continente europeo, con largas estadías en otras ciudades, como en Venecia, Florencia, Milán, Roma, París, Atenas y hasta algunas ciudades de Suecia. Ya por su libro, por una alusión a un tal “venerable Mezzofante”, uno de los pocos aymaristas con los que habría charlado sobre el tema, también habría vuelto una vez más a Europa, en 1841 y radicado, más precisamente, en Roma, hasta 1842. Y, así, pues, fue en esas largas estadías y viajes, donde estudió y aprendió los idiomas clásicos y modernos que luego utilizará no sólo para escribir su obra, sino también para ganarse la vida, primero como profesor universitario de literatura en La Paz, allá por 1834-1835, y, luego, como periodista, en torno a 1850, en San Francisco. Seguro que, a la larga, su facilidad con los idiomas le llevó a investigar sus orígenes. De ahí este libro, el único manuscrito que se salvó del fuego entre muchos otros trabajos suyos que se perdieron en el incendio del Palacio Quemado en 1875 –Acosta los enumera en su prólogo y habla hasta de “16 a 18 volúmenes”– y que ahora sólo se conocen por el título. Aunque, quién sabe, por ahí, queda alguna copia de algunos de esos otros volúmenes.

Ante la indiferencia local, en los 1870, Villamil de Rada habría buscado otros mecenas en el Brasil. Acosta menciona al “Emperador don Pedro II, filólogo de primer orden”, quien no sólo se interesó por “los trabajos de Villamil” sino, también, los recomendó “a sus amigos”. Cita un par de cartas al respecto: una del “Barón de Río Frío” (06.11.1874) y otra del “Barón de Ponte Riveiro, Ministro Diplomático del Brasil en el Perú” (22.07.1873), en las que éstos reaccionan favorablemente ante su lectura y, en cierta forma, recomiendan su posible publicación, previo un más minucioso estudio. Quizá, los manuscritos que leyeron estos señores —copias, seguramente, de los que luego ardieron en el Palacio Quemado— no se han perdido del todo y, por ahí, entonces, parte de su obra, por lo menos, estaría disponible, aunque escondida, en algún esquivo archivo del Brasil, a la espera de un experto bibliógrafo o historiador que los recupere. Quizá. Ojalá.

BÚSQUEDA. Acosta también esperaba que, por ahí, surja la obra más extensa y detallada contenida en tales manuscritos, ya que, La lengua de Adán es sólo, según el propio Villamil de Rada, una primera aproximación al tema. Pero, por otro lado, eso de buscar el origen del lenguaje era algo ya muy frecuente en su época; todos los filólogos andaban buscando o inventando eso, “la lengua de Adán”, o sea, el idioma original del que descienden todos los demás. Para don Emeterio, ese idioma original no era otro que el aymara o “aymará”, como él escribe, el que no sólo habría permanecido impoluto en los Andes sino, además, según él, habría migrado hacia todo el planeta. De hecho, él asume ese tipo de investigaciones genealógicas y, al principio del libro, propone su descubrimiento del aymara como una alternativa a las teorías filológicas existentes, que para él resultan débiles e incoherentes porque no habrían contado con una lengua incontaminada que les sirva de guía. No habían trabajado con la semilla, diría él, que dio lugar al árbol del lenguaje y sus innumerables ramas. Hecha su propuesta, hasta da plazos a los posibles interesados para que, si pueden, contradigan sus afirmaciones; caso contrario, asumía, todo se podría explicar desde el aymara.

Por aquel entonces, las explicaciones históricas y la teoría de la evolución estaban de moda y la filología no se había quedado atrás. Desde mediados del siglo XVIII, examinando todos los documentos habidos y por haber, los filólogos iban hacia atrás intentando llegar hasta los idiomas más antiguos, a ver si, examinando las constantes y variaciones, lograban encontrar o, simplemente, proponer cuál y cómo habría sido el idioma que dio origen a todos los demás. Obviamente, tenían algunos atajos bastante seguros, con bastantes documentos, como, por ejemplo, el de los idiomas modernos derivados del latín, tipo el castellano o el francés o el rumano, entre tantos otros, cuya progresión documental no era tan difícil de seguir.

Don Emeterio aprovecha esas investigaciones, que le permiten comparar idiomas de muchas partes del mundo y, notablemente, de muy distintas épocas, pero, como él cree que el aymara lo contiene todo desde siempre, se cuida sus espaldas y, claro, rechaza explícita y radicalmente la teoría de la evolución. En su libro, hace una caricatura muy sarcástica de “los adeptos en historia natural y zoológica”, “la comparsa de Darwin, o la antropología simianesca, de infección hoy tan pestífera y prevalente” y, como desafío, añade que si éstos “insinuaren insidiosamente, que bien pudo, siendo hijo del mono, haber compuesto el hombre esa lengua”, entonces, mejor, cederle la palabra al aymara, lengua que “soberbia” proclama su nombradía: “Emanación de la Suprema Razón, soy la encarnación verboferente. No tuve infancia así como no tengo decrepitud. Soy la lógica en enunciación, un todo íntegro y completo”. Etcétera y sigue un párrafo casi lírico sobre su unidad, fecundidad, eternidad y pureza. Aquí y allá, hasta se atreve a darle un trasfondo “metafísico”.

ESTRUCTURA. Desde su perspectiva, tenía toda la razón al rechazar esa forma de explicación evolutiva: si realmente la lengua aymara es divina –y humanamente– eterna, claro, ¿cómo podría ser fruto de una evolución que, además, suponía, en los términos que utiliza, una reprochable descendencia “simiesca”, “zoológica”? En ese terreno, más allá de su casi mística y algunos malentendidos propios a su época, curiosamente, reitero, se parece un poco, pese a todo, a los estructuralistas del siglo XX. Como ellos, reconoce un código original, el aymara para él, la “Langue” para Saussure, la “Competence” para Chomsky, y, como ellos, asume que los idiomas son sólo manifestaciones de un código básico y universal. Como ejemplificaba Saussure, ese código básico, que porta las leyes del lenguaje, sería algo así como las reglas del ajedrez: unas pocas reglas que permiten realizar innumerables partidas… Para don Emeterio, eso sí, esas reglas básicas no son abstractas, son las que concretamente dicta y utiliza el aymara y, a partir de ahí, se habrían podido “jugar” todos los idiomas habidos y por haber. En cierta forma, como sospecha general, se habría adelantado a su época. Lo que lo distingue de los estructuralistas, a ese nivel general, es el campo de estudio. La lingüística estructural que ahora es, en cierta forma, la lingüística propiamente dicha, propuso eso del código básico y universal para poder explicar la inmensa pluralidad de los idiomas hablados, o sea, las manifestaciones orales del lenguaje. La genealogía o evolución de los idiomas no es su problema, lo que les interesa es saber qué leyes rigen la formación de tantísimos idiomas, antes, ahora y, seguro, más adelante.

En cambio, la filología clásica sólo se ocupaba básicamente de los lenguajes escritos. Su campo era, obviamente, mucho más limitado que el de la lingüística hablada, ya que ahí sólo se podía estudiar los idiomas que contaban con documentos escritos, muchos de ellos —tal el griego y el latín clásicos— idiomas “muertos”, es decir, que ya nadie los hablaba “en vivo y en directo”. Hay miles de idiomas hablados cuyas genealogías o etimologías no se han podido establecer porque simplemente no dejaron memorias como las que se han conservado desde y gracias a la invención de la escritura. Desde el punto de vista evolutivo, esos filólogos no tenían otro camino. Sólo se podía seguir los pasos históricos y evolutivos a los idiomas que habían ido dejando testimonios (documentos) escritos a lo largo del tiempo. Dicho sea de paso, de aquí a unos siglos o tal vez menos, se podrá hacer oralmente lo que esos filólogos hicieron con los documentos escritos, y, esta vez, se podrá estudiar la evolución de los idiomas hablados gracias a las grabaciones que, desde la invención del fonógrafo, han permitido conservar lo que podría llamarse la “memoria oral” de los seres humanos. La de materiales que va a haber con todo lo que las computadoras y sus discos pueden almacenar. Ya se hacen algunas investigaciones lingüísticas con ese tipo de nuevos materiales, como el estudio del surgimiento de los idiomas “criollos”, “mestizos”, tipo el “spanglish”.

SÁNSCRITO. Pero, volviendo al campo de los documentos escritos, ahí, por ejemplo, el descubrimiento del sánscrito llamado “clásico” en el siglo XVIII, idioma cuya escritura habría florecido en la India allá por los 2.000 años a.C. fue toda una lotería.

“Descubrimiento” es sólo un decir porque, antes del XVIII ya se sabía del sánscrito, pero no se le dio ninguna especial importancia más allá de clasificarlo entre los idiomas orientales; pero, fue en el siglo XVIII en el que floreció su estudio, cuando, por un lado, se exploró mejor la India y se encontraron muchos más documentos y, por otro lado, porque empezó a arraigarse el problema de explicar la evolución de los idiomas. Es en esa convergencia de nuevos documentos y una nueva perspectiva de investigación que se habla del “descubrimiento” del sánscrito. En torno a 1786, como se suele indicar con los trabajos pioneros de William Jones, fundador de la primera “Sociedad Asiática”, ya se postulaba que no sólo el griego y el latín clásicos eran parientes de ese idioma sino, además, que “detrás” del sánscrito tendría que haber otro idioma aún más primitivo para explicar bien todos esos parentescos. Jones, dicho sea de paso, alabó al sánscrito con términos muy parecidos a los que don Emeterio utiliza para subrayar la importancia del aymara. Porque esa escritura sistemática era la más antigua que se podía consultar para ver cómo habían ido cambiado los idiomas a lo largo del tiempo, porque era un conjunto de documentos coherente, no sólo unos restos de arcilla o unos cuantos papiros, como en otros casos, sino presente y palpable en numerosos libros y legajos, hasta con una gramática ya estudiada de por medio, la famosa de Panini [s. IV a.C.], el sánscrito fue, pues, una veta, una mina, riquísima para la filología evolutiva.

Ese descubrimiento fue, además, como una máquina del tiempo y también como una bisagra verbal porque, entre otros, permitió no sólo mirar hasta un muy lejano pasado sino, también, comparar los idiomas occidentales con los orientales, tanto que, a la larga, el idioma más primitivo que se pudo armar, deducir o inferir, el común antecesor de todos los idiomas occidentales y orientales, se denominó “ariano”, primero, luego, “indogermano”, cuando los alemanes se ocuparon del caso, y, después, más ampliamente, “indoeuropeo”. Don Emeterio, dicho sea de paso, los menciona, insistiendo que este posible ariano, indogermano o indoeuropeo, sánscrito incluido, es nomás, pese a su posible antigüedad, un idioma secundario, un simple heredero del aymara. Por ahí, al pasar, cuando habla al respecto, hay un guiño medio pícaro a Hegel, quien habría destacado que el griego y el sánscrito eran, aunque parientes, momentos muy distintos de la evolución del lenguaje. Qué diría Hegel, sugiere don Emeterio, si se hubiera enterado de que, detrás y antes de todo eso, antes de las ramas del árbol verbal, estaba su raíz, su semilla, el aymara. “Chau dialéctica evolutiva”, se podría decir. Don Emeterio, muy pícaramente modesto, no quiere sacar más consecuencias de la posibilidad de enseñarle algo nada más y nada menos que a Hegel...

Así, pues, volviendo al tema de la posible estructura perfecta del aymara, si bien don Emeterio se habría adelantado a su tiempo proponiendo un código básico y universal —su aymara como “la lengua de Adán”—, en general, su demostración todavía se mueve en el terreno filológico clásico, es decir, persiguiendo las manifestaciones escritas de los idiomas que trata, como cuando usa ejemplos de los documentos más antiguos, tratando de explicar su “evolución” como un proceso de permanentes deformaciones del original aymara. Y, así se entiende su propuesta de que el aymara haya sido literalmente “la lengua de Adán”, el origen de todos los idiomas. Ahí, entonces, por un lado, como los filólogos tradicionales, debía seguir los pasos a la historia y a la evolución de los idiomas, buscando un origen común para todos, pero, por otro lado, reconoce o propone un único código básico y universal. ¿Cómo juntar ambas cosas? ¿Cómo haces que haya descendientes de un origen fundamental sin que haya una evolución, en el sentido de etapas sucesivas de creciente perfección o complejidad?
Haces lo que hizo Aristóteles: postulas una especie de “primera causa” como origen de todos los “efectos” posteriores. Ahí, hay origen pero no evolución, sólo meras consecuencias ya contenidas en el origen, en la “primera causa”.

Consecuentemente, don Emeterio se apoya en La Biblia para indicar el origen de todo, sobre todo en el “Génesis” y, obviamente, sitúa a su código no en las capacidades del ADN humano, como Chomsky, o en las convenciones sociales, como propuso Saussure, sino directamente en el amanecer de los tiempos, en el Paraíso que, en su caso, está en Sorata...
En lo suyo hay, pues, una especie de conjunción teórica y operativa, una mezcla, una superposición de puntos de vista: la de una perspectiva histórico-evolutiva (origen y desarrollos fruto de ese origen) y otra más formal (código común y manifestaciones concretas). Y donde la “evolución”, en su caso, es sólo un proceso de expansión y difusión, que, en el camino, se aleja del original. Algo así.

1 comentario:

  1. Me parece interesante la forma de análisis de Emeterio Villamil. En todo caso, quisiera saber si en La Paz se tienen estudios serios en tesis de grado o posgrado relativas a Rada. Puesto que Villamil de Rada trasnciende la cuestión linguistica, desde un plano histórico podriamos decir, que se atreve a cuestionar la historia desarrollada hasta entonces por occidente. La triste desaparición de sus 18 volumenes fue sin lugar a dudas muy triste para la ciencia y conocimiento humanos.

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