martes, 24 de enero de 2012

Ayoreo de Ahora sueñan con la ‘U’

Lucieron saco y corbata por primera vez, pero la prenda más importante la llevaban dentro: el orgullo de ser la primera promoción ayoreode en la ciudad.
“Dicen que cada traje cuesta 100 dólares”, cuenta Isaac Chiqueno, el máximo dirigente de los ayoreode urbanos y flamante bachiller.
Chiqueno ha pasado de los 40 años. Luce bigote, rasgo inusual en la comunidad. No es locuaz, pero cada palabra que pronuncia parece tener el peso de una acción. Está parado en el centro de la cincuentena de casas que forman la comunidad Degüi, que está en el séptimo anillo de la avenida Cumabi. Eligió ese lugar para la entrevista porque así podía ver de cerca los trabajos de instalación de agua que la cooperativa local está realizando.


Sigue hablando de los trajes y de cómo una tienda, al saber de su logro, decidió regalárselos: “Nos dieron saco, corbata, camisa y pantalón. Difícil es para nosotros llegar a ese nivel”, dice, mientras mira la zanja larga que empieza en la entrada de este asentamiento (Degüi significa, justamente, asentamiento) y termina al final del pequeño espacio. En un poco más de 6.000 metros cuadrados, que pertenece a las aproximadamente 500 personas que lo ocupan, transcurre la vida de este exsubalcalde de Sapocó, comunidad ayoreode de la provincia Ñuflo de Chávez, a unos 80 kilómetros al sur de Concepción.


Chiqueno era subalcalde de Sapocó cuando la migración hacia la ciudad estaba desangrando su comunidad. Del centenar de familias que ahí vivía, quedaban 30 en 2003. Chiqueno prometió, se esforzó, pero no pudo cumplir sus promesas como subalcalde. “Mentí a la comunidad. Me acobardé y me retiré”. Se dejó llevar por la corriente de la migración y llegó a Santa Cruz. Lo acompañaba Julia, su hija, entonces de 10 años de edad. Ella fue la primera bachiller ayoreode urbana. Hoy, Julia es la encargada de la guardería, donde atiende a 55 niños. Con la ayuda de una encargada de cocina, una educadora y una profesora, se hace cargo de los pequeños, que tienen entre seis meses y seis años.

Poco tiempo después, Isaac Chiqueno fue elegido como dirigente de la comunidad y ahora está cumpliendo su segundo mandato. También fue coordinador departamental de la Central de Pueblos Étnicos de Santa Cruz (Cpesc). Su influencia llegó hasta Ruth Etacore, una mujer nacida en Rincón del Tigre que ni siquiera soñaba con asistir a la escuela. “Don Isaac me obligó a estudiar”, cuenta ella, mientras adula a su nieto recién nacido.

UNA PAREJA EN CLASES
“Lo más difícil fue Química”, comenta Ruth Etacore. Me costó, pero aprendí”. Ella es una de las que tuvo que salir de Sapocó. Fue hace seis años, curiosamente, cuando su marido, Jaime, estaba construyendo su casa. Jaime cayó y se fracturó el brazo. El radio y el cúbito estaban totalmente partidos. “Mis huesos estaban uno encima de otro”, cuenta Jaime. Tres meses aguantó con los huesos fuera de su lugar hasta que tuvo que buscar quién lo opere. Así llegó a Santa Cruz. Bajo la cicatriz de diez puntos que le quedó, los huesos han unido, pero sus músculos perdieron algo de fuerza. No le importa, igual se empeña por cubrir de teflón las roscas y unir las cañerías de plástico que llevarán agua hasta las viviendas.
Jaime escucha las preguntas, pero es su esposa, Ruth, quien se las traduce al zamuco. Él contesta en castellano. Es un procedimiento frecuente en el aula a la que Ruth y Jaime asistieron. La profesora Rafaela Pérez cuenta que al explicar sus materias, algunos alumnos traducían para los otros las palabras de la profesora.

UN TÍTULO QUE SE OTORGA EN EL MONTE
Uno de los casos que más impresionó a esta docente es el de Juancito, como llaman todos a Juan Chiqueno, un hombre de 74 años. Quizá le dicen Juancito porque no puede evitar que la bondad se le salga por los ojos. También la tristeza cuando recuerda a sus dos hijos, que murieron siendo pequeños.

No es uno de los bachilleres, pero lo será pronto. Según los profesores, es el alumno más aplicado. Pero antes de hablar de la escuela, Juancito recuerda cuando aprendía en un aula sin paredes. Sus profesores fueron su padre y su abuelo. Le enseñaron a cazar y a recolectar la miel. Enumera los alimentos que apetecía cuando vivía en el monte: “Peta, palmito, miel de abeja negra. Lo primero que cacé fue un corechi. Estaba en su cueva y metí la lanza. Él se agarró del palo y lo saqué”. Ese día se graduó como adulto y su título se lo dio el monte. “Allá en el monte uno no se enferma. No tose ni nada. Ahora hay mucha gente y hay contagio”. Para mantener su salud come papayas y trata de tomar jugo de naranja, aunque la fruta está muy cara. “A veces tomo”, cuenta.

Su perserverancia es admirada por los profesores. Juancito tuvo problemas de vesícula y un dolor en la cadera le impide trabajar. “Si seguía trabajando, me hubiera muerto. Así me dijo el médico”. No hablaba castellano, pero aprendió a leer y a escribir. “Imagínese -se admira la profesora Rafaela-, con la edad que tiene y aprendió a sumar, restar y multiplicar”. Ella está convencida de que la oportunidad le llegó algo tarde, porque si Juancito hubiera empezado a estudiar a los 40 o 50 años, “hoy tendríamos a un buen ingeniero o abogado”.
Un día, el septuagenario escolar le dijo a su profesora que estudiaba para que no lo engañen. Es frecuente que cuando los contratan para hacer algún trabajo, algunas personas inescrupulosas les paguen menos de lo acordado.

EL FUTURO
Juancito tiene la memoria en el monte y el presente en la ciudad. En cambio Diego Picanerai, con sus 20 años, es dueño del futuro pero el monte es algo de lo que ha oido hablar a sus mayores. Aunque nació y creció en la ciudad, bajo su pecho palpita su cultura y piensa usar el título que lleva bajo el brazo para estudiar Comunicación Social. Ensaya algunos comentarios sobre la forma de ser ayoreode y la de los ‘cambas’: “Ellos se ayudan. Son solidarios. Tenemos que ser así”, comenta.


Hilda Justiniano, que ha cumplido los 25, piensa que le gustaría ser profesora, igual que Ruth. Con Nelson Etacore, su esposo y también integrante de esta promoción, comparte el mismo sueño. Levanta la mirada de su tejido, mira hacia el futuro y ve a sus dos hijos, Yesenia y Jesús Leonel, estudiando y trabajando.


La misma visión tiene Rebeca Chiqueno, que se graduará este año. Ella es la esposa de Humberto Etacore y mamá de Nelson, también bachilleres 2011. Ambos pasan mucho tiempo fuera de la comunidad, cortando pasto. Rebeca, como la mayoría en la comunidad, es tejedora. Es una gestora de salud. Cuando alguien se enferma, busca ayuda en algunas instituciones hasta conseguir el alivio del enfermo. Después de conseguir su título, quiere estudiar algo relacionado con salud y regresar a su natal Sapocó, porque en Santa Cruz, “el que no trabaja no come. En cambio allá se siembra y siempre hay arroz, plátano, frejol o yuquita”.
Como secretaria de Género de la Central Ayoreode Nativa del Oriente Boliviano (Canob), insiste en que las mujeres tienen derecho a la tierra y a ejercer libremente la venta de sus artesanías.
Neque Picanerai es otro de los símbolos de esta promoción. Apoyado en un bastón con el que paso a paso está superando una embolia que sufrió hace dos años, mantiene intacto su sueño de convertirse en profesor. Como Daniel Etacore, como Jaime, como todos, espera alguna mano oportuna para conseguir becas. Es la única forma de alcanzar un título profesional.

Perfil

Juan me inspiró a seguir
María Elena Zabala / Profesora
Es un desafío trabajar en la escuela, porque es una cultura diferente. Nos encontramos primero con alumnos que hablaban el zamuco, aunque entienden el castellano. Las aspiraciones de algunos estudiantes eran muy bajas y todo puede quedar truncado sin una buena motivación. A veces no tenía alumnos y eso me desesperaba. Juan Chiqueno, el mayor de todos, terminó como siete cuadernos de 100 hojas aprendiendo a leer y a escribir. Eso me animó bastante a seguir trabajando con ellos. Este año Juan entrará a secundaria. He trabajado con Isaac, Hilda, Ruth, Jaime, Nelson, Daniel y Neque. Como no son muchos, pasaba Biología, Filosofía, Sicología e Historia. Lo que me ha llamado la atención es que los niños se crían libres. Solo comen y juegan. Los mayores no ejercen la autoridad para decirles que se vayan a dormir. Solo cuando están jóvenes comienzan a tener obligaciones.

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