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domingo, 16 de diciembre de 2012

Manos guarayas

Lo primero que me sorprendió fue ver una iglesia tan moderna y bonita en un pueblito tan pequeño. La iglesia grande y nueva con vitrales coloridos resaltaba, contrastando de manera pintoresca con el café monótono del resto del lugar.

-Oiga, ¿sabe dónde puedo conseguir crédito para celular?-, pregunté.

- Uju, está cerrada la pulpería, tiene que irse hasta Guarayos nomás, señorita. No abre hasta el lunes-, contestó el anciano.

“Ah ya, se quedó en la iglesia bonita nomás el desarrollo”, pensé.

Lejos, calor, mosquitos y pasear, pero sobre todo esperar a que sea hora del ensayo. La gente nos miraba a los “turistas” de manera rara. Uno piensa que se habrían tenido que ir acostumbrando a ver gente de todas las nacionalidades, colores y ropas extravagantes. Todos querían ir a ver por sí mismos a los talentos naturales de este pueblo. Niñas que cambian los telares por violines, violas y cellos; jóvenes que después de ir de caza llegan a practicar en el coro. Pero no: a pesar de todo, ver a una francesa con su ropa hippie y cabello rojo en un contexto tan anacrónico - sí, ésa es la palabra- nos dejaba incluso a nosotros “los turistas” un poco fuera de foco.

Urubichá era hace diez años un pueblito perdido, donde a primera vista no se podía ver nada de la gloria y las ovaciones que su orquesta ya había empezado a ganar desde hacía unos años en plataformas internacionales. Un pueblito estancado en el tiempo, donde todas las decisiones las tomaba el padre de la iglesia, quien era alcalde, encargado del único “hotel”, administrador, guía turístico. Vaya padre multifacético.

Parecía como si los últimos 200 años de historia hubieran pasado de largo, como si les hubiera dado flojera cruzar el curichi que lleva hasta el pueblo y hubieran seguido su camino sin prestarle atención. Hasta que alguien decidió salvar el talento natural de su gente, rescatar la tradición de esas manos que son hábiles tanto para el trabajo de campo como para armar la curvatura perfecta de un violín y con él sacar hasta las notas más difíciles de cualquier sinfonía.

En Urubichá no hay mucho que ver. Un pueblo chiquito, bien típico de la región, medio café, medio perdido, nada especial. Hasta que uno se fija en su gente, en sus manos. Gente con manos fascinantes: manos que tocan instrumentos, manos que los hacen a partir de un pedazo de madera, manos que arman cajitas con resonancias maravillosas, manos entrelazadas mientras se practica para el coro. Y esas mismas manos más tarde se ocupan de tejer carteras, de tejer hamacas, de mover uno a uno los hilos en el hilar con la misma agilidad con la que tocan un vibrato en otras cuerdas. Maestros de la música para los oídos; verlos hilar era como música para mis ojos.

Pero el día en esa zona en verano alto se siente más largo de lo que se debe sentir. La llegada del frescor de la noche fue una delicia. Sentarse en la plaza fue perfecto para apreciar el espectáculo que era el cielo en esa época. Sí, definitivamente el “desarrollo” con toda su contaminación se había olvidado de este pueblo. Nunca vi y nunca volví a ver en mi vida una noche tan clara, tan estrellada, estrellas tan brillantes y definidas como si fueran una cadena de luces colgando ahí encimita tuyo. En fin, como en las películas, pero de verdad.

Cuando uno es bicho raro en un pueblo y duerme en una habitación sin cortinas que da a la calle, no se puede dormir muy largo al día siguiente. Los niños se reían y me miraban. Les daba risa mi pelo crespo y a mí me daba envidia su pelo largo y lacio.

- ¿Por ahí se va al chorro?-, consulté.

- Sí, siga recto nomás y va a ver-, respondió el hombre.

El chorro era eso: un chorro de agua deliciosamente fría donde uno va a refrescarse, a lavar ropa o simplemente a charlar.

Yo no podía dejar de ver las manos de las mujeres. Manos marcadas por el trabajo, bronceadas, toscas. Pensar que esas manos esconden tanto talento y estas mujeres retozando en el agua, lavando ropa, refrescándose antes de ir a la misa, son las mismas que después nos deleitarán con tesoros de la música barroca.

Nunca había visto manos tan talentosas.

- ¿Va a venir a comer el jochi que cazamos esta tarde? Venga, mire que va a estar rico, lo hice con mis propias manos, ¡no sea mañosa!-, dijo.

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