“¡Qué espectáculo se nos presentó a la vista!” —narraba fray Martín Pueyo en una carta dirigida al “Colegio de La Paz de Propaganda Fide”, acerca de su “experiencia entre los infieles Pacaguaras” cuando incursionó en el territorio de ese pueblo amazónico en 1846—. “Allí no se ve más que montones de carne humana, esto es: hombres, mujeres, chicos, chicas y niños de pecho todos conforme nacieron. Únicamente las mujeres cubrían lo principal con una hoja de yerba (que entiendo se llama apaina) del tamaño de una mano y nada más y aún creo no es tanto”.
Cubrir la desnudez de aquellos pueblos no contactados —como aquellos que aún persisten en el Acre del Perú y Brasil, exceptuando Bolivia—, era el principal objetivo de los evangelizadores jesuitas y franciscanos que continuaron el proceso de la conquista española iniciado en el siglo XVI, hasta mediados del siglo XX, y luego asumida por evangelistas norteamericanos en el periodo de las dictaduras militares.
El sometimiento a los pueblos indígenas de la Amazonia implicó el control de los cuerpos, privarlos de su libre desnudez bajo la acusación doctrinaria de “barbarismo” y “herejía”. Y sin embargo, como lo demuestran hoy —en pleno siglo XXI— pueblos como los Awa, los Ashaninka, los Matsés o los Enawene Nawe, mantener los cuerpos desnudos es un signo político y cultural de relación íntima con la naturaleza, con el bosque, el río y los demás seres vivos que habitan en este paraíso terrenal. Dejarse vestir es una derrota para ellos. Vestirlos es colonizarlos.
En la Amazonia boliviana ya no existen pueblos desnudos. A fines de los ochenta, cuando realicé un reportaje para Los Tiempos en el territorio Yuqui entre Chimoré y Yapacaní, pude ver a los últimos yuquis desnudos huyendo a los altos montes, con sus flechas tensadas, de la persecución que emprendían contra ellos los antropólogos norteamericanos de Nuevas Tribus armados de poleras y pantalones, ropa usada. En Beni, Pando y el Norte de La Paz, en esa época, todavía existían parcialidades desnudas entre los Pacahuara, los Esse Ejja, los Cavinas, Tacanas, Machineris y Yaminaguas. Hoy ya están todos “trajeados”.
En su relato de 1846, el franciscano Pueyo cuenta cómo intentó tapar la desnudez de los más indómitos, los Pacahuara:
“Se tentó de vestirlos, pero no
teníamos tanta ropa, y para vestir a las mujeres deshacíamos las
sabanillas de la cama que eran de bayeta ordinaria y cosimos aquella
tarde cinco vestidos para cinco mujeres. La hija del Capitán (cacique,
nr) que tenía ocho años se hallaba contenta con su saco que jamás se lo
quería quitar, cuando las otras mujeres se lo quitaban cuando les daba
la gana por el mucho calor que hace en aquella tierra… Los vestidos se
reducen en todas las misiones para hombre tres varas de bayeta y para
las mujeres cuatro de tocuyo. Se cose a modo de talego o saco, haciendo
dos agujeros para pasar los brazos y uno arriba para pasar la cabeza, y
colgando del cuello algunas sartas de abalorios, con algunas cruces o
medallas que les dan los padres (curas, nr) y otras que se pueden
adquirir con alguna industria de otros pueblos más civilizados. He aquí
que quedan vestidas estas gentes, como con los buenos vestidos…”.
A ese talego con agujeros para los brazos y la cabeza, se lo llamó “Tipoy”.
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