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jueves, 28 de febrero de 2013

Mapuches, la gente de la tierra

En una pequeña cocina de fogón perdida entre los cerros del sur de Chile, la “machi” Teresa Painequeo, una de las pocas mapuches mediadoras entre los espíritus y el mundo terrenal que queda en Chile, ordena tras una cortina de humo: “muele estos junquillos con agua caliente y fróteselos en el brazo. Luego se toma el agua y en unos días se le sana el brazo”.

Pero el humo no deja ver ni el final de los brazos.

Las arrugas de Teresa, profundas como los surcos de la tierra en la que vive, se contraen en un gesto preocupado, tras mirar el saco donde guarda sus materiales. “Si no hay bosque, no hay remedios”, se lamenta. “Ya casi no me quedan hierbas y no tengo de dónde sacar más”.

Son las 19:30 en Lumaco, una localidad situada a 600 kilómetros al sur de Santiago de Chile, y sopla un viento seco que arrastra nubes con un polvo rojizo. Es arcilla, el material que compone la mayoría de los terrenos de la comarca que hoy, expuesta por la deforestación y la sequedad a causa de la falta de lluvia y humedad, se levanta en remolinos sobre los pastizales que antaño fueron grandes bosques nativos.

En esa época ya remota, los escasos terrenos de labranza se escondían detrás de unos muros húmedos pintados con todos los matices del verde.

Hoy los tonos son más uniformes. Los colores pastel amarillento de los trigales y gris metálico de las plantaciones de eucaliptos de las compañías forestales contrastan con los escasos manchones verde oscuro de los bosques nativos.

De la superficie total de Lumaco, sólo el 13% corresponde a estos bosques; el resto es zona de cultivo o explotación agrícola a gran escala.

Medicina tradicional

Cae la noche fuera de la cocina y comienzan a aparecer y desaparecer cientos de pequeños puntos fosforescentes sobre el campo. Dentro de la casa, la “machi” ceba un mate. De pronto, los ojos de Teresa centellean como otro par de luciérnagas y seria, como sólo puede estarlo una curandera enojada, le ordena a su nieto pequeño: “¡Sáquese ese gorro, ahora mismo!”.

El pequeño, que aún no ha cumplido los diez años, se ha puesto un gorro de lana como capucha, para taparse el rostro.

“Es que se ha visto tanta imagen en la prensa de los mapuches más radicales, en las zonas en conflicto, que él cree que la cosa es juego”, explica la madre del niño. “Aunque es entendible que se enojen”, justifica. “A muchos de ellos también los están dejando sin nada; aunque no les quiten literalmente sus tierras, cercándolos los dejan sin su esencia”, agrega.

Trabajo y territorio

Según otros vecinos de las zonas en conflicto, el problema es el desequilibrio. “Imagine, ¿de dónde come mi familia, sin las madereras?”, comenta un comunero mapuche que trabaja en una empresa forestal.

“Con cuatro hectáreas no puedo mantener a mi familia y, a la vez, hacer que progresen, que los niños estudien o que viajen para que crezcan”, explica este hombre, que prefiere mantener su identidad en el anonimato.

Pero el bosque que les provee de algo tan necesario como sus medicinas y la fuente de energía y poder para sus líderes espirituales se seca y consume rápidamente.

Así se refleja en un estudio de la Fundación Instituto Indígena sobre el impacto del llamado “bosque exótico”, formado por pinos y eucaliptos plantados por las madereras.

Ahora el agua ha disminuido y los caudales sólo vuelven al volumen que tenían antes de la explotación a gran escala precisamente en el periodo de la tala.

De larga data

La falta de acuerdo sobre cómo solucionar los problemas entre los empresarios agrícolas y forestales y entre el pueblo mapuche y el Gobierno chileno ha generado, durante largos años, conflictos con las comunidades originarias.

En 1880, las autoridades de Santiago aspiraban a hacerse fuertes en la región de La Araucanía y emprendieron una serie de parlamentos con las comunidades indígenas para instalar poblados en la zona.

Pero hubo muchas que se opusieron. Su resistencia desató la llamada “Pacificación de La Araucanía”, una guerra en la que el Ejército chileno se enfrentó a los indígenas, a los cuales acabó arrinconando en “reservas”, que ocupan el 6,7% de lo que fue el territorio original de la etnia mapuche.

Paralelamente, más de 10.000 colonos extranjeros llegaron a ocupar las tierras arrebatadas a estos indígenas.

132 años después, muchas comunidades no han olvidado la afrenta. Las más radicales de la zona sur, como Temucuicui, Ercilla y Vilcún, destacan en esta lucha tripartita.

Sólo en los últimos cinco años lleva un saldo de varios fundos, casas y maquinaria quemados, millones de pesos en pérdidas materiales y varios muertos, entre comuneros asesinados a tiros por la Policía chilena, policías baleados por los comuneros y, el caso más reciente, el del empresario agrícola Werner Luchsinger y su esposa Vivian MacKay, que perecieron en un incendio en Vilcún, tras un ataque en que el que un grupo de encapuchados, presuntamente mapuches, prendió fuego a la vivienda.

Sin equilibrio

“Aquí no hay equilibrio“, reconoce Teresa Painequeo . “¡O se pasan los de un lado o se pasan los del otro!”.

Guarda silencio un momento y luego suelta: “¡Pero a usté no le toca nada de eso!”, ordena la “machi” a su nieto. “¡A nosotros nos corresponde curar, hasta que se nos acabe el bosque!”, agrega.

La mayoría de las opiniones concuerdan en que el mayor reto en La Araucanía es compatibilizar las demandas de cada grupo, respetar a los que dan prioridad al progreso económico y a los que apuestan por mantener las tradiciones y costumbres ancestrales. Progreso versus respeto étnico.

Los mapuches necesitan trabajo, pero su esencia también precisa territorio (que no terreno) para hacerse parte de la tierra.

Y es que mapuche significa “gente que viene de la tierra”, una tierra que es lo que hoy más extrañan. Tierra para sembrar, para recoger los remedios naturales de la curandera, tierra para sentirse parte de ella (EFE Reportajes).

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